Van cayendo los años, uno tras otro, en los que el esfuerzo titánico de las empresas españolas parece ser el único soporte sobre el que se asienta España en los rankings mundiales de posicionamiento por país. No solo hay que luchar sobre los vaivenes económicos; no solo hay que invertir para subir y después mantenerse en el tren de la transformación tecnológica; no solo hay que aprender a llevar adelante nuestra actividad olvidando viejas costumbres para entender que, o nos tomamos el cuidado del planeta de manera muy seria y responsable, o mucho antes de lo que queremos creer, no habrá planeta por el que preocuparse; sino que nuestra clase política, en su lucha por mantener o incrementar sus cuotas de poder, olvida que la política debe basarse en un principio fundamental: estar al servicio de la sociedad que pretende liderar para buscar el beneficio del país en su conjunto. Recuerdo en este punto la entrevista que publicamos hace unos meses en la que el señor Korchagin, embajador de la Federación de Rusia en España, me hablaba de un viejo dicho del siglo xix sobre la distinción entre un estadista y un político: el primero piensa en las próximas generaciones, el segundo en las próximas elecciones.
Me parece milagroso que España haya conseguido subir posiciones en los rankings de reputación y estoy convencida de que este éxito se debe al esfuerzo individual de cada empresa, de cada marca española, de cada ciudadano que se implica en crear riqueza y mostrar al mundo las bondades de su trabajo.
Pero que nada tiene que ver con una situación que a la mayoría de los ciudadanos nos parece ya insostenible como es el hecho de tener continuamente un gobierno interino. Y no es solo el gasto que produce esta situación, sino todas las posibilidades de crecimiento que estamos perdiendo por no contar con un poder suficiente que pueda tomar decisiones. Y es que esta situación afecta a muchos más ámbitos de los que en un principio pudiéramos pensar. Pongo un ejemplo. Hace ya más de veinticinco años que el Reino de España y la República de Azerbaiyán establecieron relaciones diplomáticas y están a punto de cumplirse quince desde que el país caucásico abrió Embajada en Madrid. España, sin embargo, no acaba de ver el potencial con que cuenta Azerbaiyán, una economía en pleno crecimiento que posee, entre otras muchas cosas, una envidiable tasa de empleo del 95 %, y que ofrece excelentes oportunidades de negocio en sectores en los que las empresas españolas destacan por su eficiencia y eficacia, y no contamos con embajada en Bakú.
Seguramente seamos uno de los pocos países de la Unión Europea, quizá el único, que no tenga embajada en Azerbaiyán. Se comienzan las negociaciones, se paralizan por un motivo o por otro, se cambian los parámetros, se anula el trabajo ya desarrollado y volvemos a empezar. Mientras tanto, insisto de nuevo, perdemos oportunidades.
Acaban de publicarse los datos sobre la afluencia de turistas extranjeros a nuestro país en los siete primeros meses del año. Volvemos a crecer. A priori esto debería ser una magnífica noticia, pero ¿es realmente lo que queremos? Como país ¿queremos continuar creciendo en cantidad en lugar de en calidad? Porque en este dato que puede parecer que carece de importancia vuelve a aparecer el tema de la reputación. ¿Somos un país que juega en las primeras ligas o recibimos millones de turistas porque arrastramos la vieja imagen de sol, playa, sangría y paella? Y que nadie se me ofenda, que adoro la paella y la sangría, el sol de mi país y creo que en nuestro litoral hay playas de verdadero ensueño.
Es que estoy convencida de que como país somos mucho más. Pero, para demostrarlo ante el mundo, necesitamos que nuestra imagen pública esté en consonancia con el magnífico trabajo que realiza el sector privado, lo apoye y lo potencie.
En este caso, yo construiría la famosa frase acerca de la reputación de la mujer del césar al revés: quiero que lo sea, no solo que lo parezca.