Parece acreditada la superioridad comunicativa de los presidentes socialistas españoles frente a los conservadores, al menos, hasta marzo de 2020. El tiempo dirá si la grave crisis del coronavirus y su gestión gubernamental confirman o modifican esta apreciación. Con más distancia y sosiego, en el futuro se analizará la comunicación en esta situación tan excepcional.
El paradigma comunicativo fue Felipe González. De su retórica suele mencionarse la capacidad de seducir, aunque cueste recordar lo que ha dicho (electoralmente basta). Tan relevante como el magnetismo hacia el exterior fue su liderazgo previo para transformar y cohesionar al PSOE, premisa para gobernar (1982-1996).
Idéntica lección aprendió su adversario y sucesor como presidente, José María Aznar: sin un partido organizado no cabe una oposición eficaz y sin ella no se puede ser una alternativa creíble. Tras dejar el poder, apuntó tres condiciones para alcanzar grandes objetivos políticos: “Convocar a los ciudadanos a un proyecto que puedan comprender y compartir; diseñar desde el primer momento una estrategia clara que prevea los distintos pasos que se quieren dar; y decir la verdad sobre las dificultades que hay que superar y los esfuerzos que se deben asumir” (Memorias I, pág. 265). Alguno de estos requerimientos debió de fallar para que, tras una legislatura con mayoría absoluta, su equivocada gestión del 11M hiciera perder el Gobierno al PP en 2004.
Así llegó a La Moncloa José Luis Rodríguez Zapatero, especialmente hábil en gestión de percepciones que, desde el punto de vista de comunicación, son más decisivas que la realidad: “Cuando se dice que hay fallos de comunicación, suele ser más bien que falla aquello que hay que comunicar, que no es redondo ni rotundo, o que tu propia convicción interna no es suficiente para que quien lo escucha sienta seguridad y confianza. Todo eso se nota. Se percibe por los ciudadanos y, en primer lugar, por uno mismo” (El dilema: 600 días de vértigo, pág. 146). Algún fallo de “cómo” debió de sumarse a algún error de “qué” para que el PSOE perdiera las elecciones en 2011.
Amplificar las buenas noticias (martes) y atenuar las malas (viernes)
Así llegó el momento de Mariano Rajoy. En medio de una grave crisis económica, tomó decisiones razonablemente correctas para gestionarla. Le aconsejaron no dejar para el viernes su comunicación. Considerando la importancia –especial en aquellos años críticos– de la percepción de las medidas en los mercados internacionales, el objetivo de ese consejo era alcanzar mayor impacto mediático. Desechó la propuesta por “peregrina” (Una España mejor, pág. 152).
¿Cuál fue uno de los primeros cambios de su sucesor en el Ejecutivo en 2020? Trasladar el día del Consejo de Ministros al martes. A priori, un acierto de Pedro Sánchez. Por algo se aborda tal cuestión en El ala oeste de la Casa Blanca (temporada 1, capítulo 13). Esta enseñanza sobre la relación con los medios etiqueta el viernes como “día de la basura”: es más fácil reservar para él las malas noticias, que pasan más desapercibidas al difundirlas junto con otras para minimizar su efecto sin tener que ocultar nada. Además, ya en fin de semana, todo se torna menos reflexivo. La serie de Aaron Sorkin ayuda a comprender y sugerir modos de comunicar para gobernar o, si se prefiere, pautas para gobernar comunicando.
Varios episodios abordan la deseable cohesión directiva, empezando por los mandos superiores. Se muestran discrepancias políticas y diferencias personales entre presidente y vicepresidente. Los roces se trasladan a sus respectivos equipos y, a lo largo de la serie, agrandan su divergencia. Esta falta de unidad reduce los éxitos y aumenta el impacto de los fracasos.
El error de “se lo diré mañana”
Como en el arte de gobernar anida la posibilidad de errar, el genuino líder asume la condición humana de lo imperfecto: “Esto es la Casa Blanca. Si solo cometemos dos fallos antes del desayuno, el día es bueno”, dice el presidente Bartlet.
Uno de esos días que resultó peor que malo localiza su epicentro en cuatro palabras del jefe de Gabinete al final de la tarde: “Se lo diré mañana” a la portavoz gubernamental. Cuando se gestiona una crisis, retrasar la comunicación interna la agudiza. Al día siguiente la tormenta arrecia con numerosas consecuencias y ninguna positiva: desprestigio para la Casa Blanca por no informar de lo que la prensa ya sabe, descrédito para una portavoz que no parece competente, desconfianza con su jefe directo y todo el equipo presidencial más cercano del que ella forma parte y del que se ha visto excluida.
Aprendizajes: 1º la comunicación empieza dentro del equipo de comunicación, 2º informar a la portavoz habría evitado agravar el problema, 3º que no se pueda informar de todo no implica que no se informe de nada, 4º algo de humildad y un poco menos de arrogancia la habrían llevado a limitarse a decir “no sé”, “me enteraré e informaré”, 5º ciertas imprudencias dificultan recuperar una confianza, interna y externa, que cuesta mucho conseguir y es fácil perder.
Ocultar algo negativo suele agravar el daño si se descubre, que es casi siempre. Muy pertinentes al respecto sentencias de personajes de la serie como “nos han pillado muchas veces guardando secretos” y “nadie sabrá es una frase que suele darnos problemas”.
Mi experiencia más corta como asesor de comunicación en el ámbito político fue tan breve como este párrafo. Duró un café. Hora y media fue suficiente para conocer a quien aspiraba a adentrarse en la confrontación electoral, advertirle de que cualquier aspecto de su vida era susceptible de llegar a conocerse y de que la verdad era irrenunciable para mi estrategia comunicativa. Nunca más volvimos a hablar.
Más importantes que las palabras de la portavoz son, lógicamente, las del presidente. Ambos hablan en público, pero casi siempre él dice algo previamente escrito con milimétrica precisión léxica. Por eso es tan relevante el trabajo del redactor de discursos. Ilustrativo el comentario del presidente ante uno de tantos asuntos delicados, como subir impuestos o recortar gasto social: “No digo que no lo vaya a hacer, pero hay que encontrar un modo distinto de decirlo”.
Autocrítica y apertura mental
Gran enjundia contiene la secuencia de episodios protagonizados por Ainsley Hayes. Esta abogada republicana se estrena en un debate televisivo con un veterano colaborador del presidente (demócrata) que, por infravalorar a su adversaria, hace el ridículo ante las cámaras. El engreído representante de la Casa Blanca sale del plató muy afectado. Su enojo aumenta cuando el jefe de Gabinete propone contratar a la joven política que le acaba de vapulear con argumentos y asertividad.
La primera sorprendida es la propia Ainsley, a quien le explican que “al presidente le gusta la gente que está en desacuerdo con él. Quiere oír tu opinión”. Nace en ese momento un malestar indisimulado con la oposición de sus nuevos compañeros, a quienes ella recrimina que no les gusta la gente que no piensa como ellos.
Tras el rechazo inicial, se integra en el equipo. Se confía en ella, hasta el punto de que el redactor de discursos le pide sintetizar en dos folios un amplio informe que él ha preparado para el jefe de Gabinete. Cuando le entrega su resumen, que contradice los argumentos iniciales, discuten y ella le convence. Semejante ejercicio de apertura mental fructifica en una dirección (mejorar) y tres alturas: hace cambiar de opinión a speechwriter, modifica el punto de vista del jefe de Gabinete y determina la posición final del presidente.
Saber comunicar poder no es una capacidad innata. Gestionar el ala oeste (directiva) de cualquier organización requiere brújula con norte de pensamiento ejecutivo.