La transición energética como la que está acometiendo el mundo, y muy particularmente la Unión Europea, no surge de un día para otro y requiere soluciones complejas y atrevidas que no se pueden improvisar. Como en cualquier transformación de envergadura, hay un punto de no retorno en el que es necesario tomar decisiones críticas que determinan el futuro. Este es el momento en el que nos encontramos actualmente en nuestro camino hacia la descarbonización: todo lo que dejemos de hacer ahora tendrá consecuencias en el devenir del planeta y en el bienestar de nuestro entorno.
En el momento actual, en las últimas semanas, se ha puesto de manifiesto de una manera muy dramática la sensibilidad de la sociedad hacia los retos que esta transformación conlleva, y los posibles conflictos en el corto plazo entre los intereses económicos de los diversos agentes y la exigencia irrenunciable de avanzar en el camino de la transformación. La escalada sin precedentes en el precio de todas las formas de energía es una llamada de atención para no perder de vista las complejas interacciones entre los necesarios avances en nuevas tecnologías, la criticidad de disponer de tecnologías y suministros de respaldo que garanticen el abastecimiento energético, el interés de los productores de materias primas de optimizar el valor de unas ventas que pueden verse en entredicho en el largo plazo, y los “shocks” que se producen en las dinámicas de oferta y demanda en un proceso de transformación tan complejo y radical.
Hace tiempo que empezamos a hablar del concepto de sostenibilidad como la piedra angular para gestionar los recursos naturales y dejar la mejor herencia posible a las siguientes generaciones. Para bien o para mal, a la nuestra nos ha tocado tomar esas decisiones críticas a que me refería, para que la economía neutra en carbono pase de ser un objetivo aparentemente inalcanzable, a una realidad.
Tras el Acuerdo de París, Europa ha reforzado su liderazgo en la lucha contra el cambio climático y en la transición energética. El Pacto Verde como hoja de ruta y el recién aprobado nuevo paquete legislativo ‘Fit for 55’ nos han fijado unos objetivos ambiciosos en materia energética, que van a requerir del compromiso de todos los agentes sociales para materializar los cambios estructurales que debemos acometer.
Las nuevas medidas impulsadas por la Comisión Europea el pasado verano son también una confirmación implícita de la Ley de Cambio Climático española y permiten abordar la reducción de emisiones de forma transversal: desde las energías renovables, la eficiencia energética y el mercado de derechos de emisión de CO2, hasta el transporte o los sumideros naturales de carbono, entre otros.
La evolución prevista del entorno energético es vertiginosa: la electrificación de la economía mundial pasará del 20 % actual a un 50 % en consumo final en 2050; las energías renovables pueden superar el 85 % de la generación en ese mismo horizonte; y los gases renovables, especialmente el biometano y el hidrógeno, van a tener un papel creciente en el suministro energético, con una demanda que puede superar la actual de gas natural.
En este panorama, no cabe duda de que la electrificación jugará un papel esencial en el camino hacia la descarbonización, con inversiones masivas en generación eléctrica renovable y en el desarrollo de redes de transporte y distribución. Pero para abordar la descarbonización de forma realista y efectiva es necesario tanto acelerar la electrificación como avanzar en una mayor utilización de los gases renovables, adaptando las infraestructuras que ya tenemos.
En este proceso de transición hacia un nuevo paradigma energético, y como han puesto de manifiesto los recientes eventos en los mercados de materias primas, la adopción de nuevas tecnologías como la generación renovable somete a graves tensiones a los sistemas energéticos, con inversiones en capital enormes y máxima criticidad en su correcto funcionamiento técnico. Por ejemplo, la intermitencia propia de las tecnologías renovables exige la disponibilidad de generación eléctrica de respaldo, en tanto las tecnologías de almacenamiento masivo no estén disponibles económicamente.
Esto nos llevará, junto a la digitalización de las redes, a una mayor integración de los sistemas eléctrico y gasista, y a una reflexión sobre el incentivo adecuado para que los operadores de los activos de respaldo, y los suministradores de materias primas para los mismos, mantengan la disponibilidad de sus recursos. Y todo ello deberá permitir, a su vez, que el consumidor se convierta en un agente activo en el sistema energético, empoderado para tomar sus propias decisiones de consumo y mejorar la eficiencia energética de sus comportamientos.
Tenemos la senda y la meta definidas, de modo que es momento de realizar sin demora las inversiones necesarias, que son ingentes, y que van a requerir del sector público y el privado para acometerlas con éxito. En este sentido, el papel de los fondos europeos Next Generation es muy importante, pero no podemos fiarlo todo a esta carta.
Las empresas debemos asumir parte de la inversión necesaria para impulsar la transformación de nuestro sistema energético hacia las renovables, con un objetivo final de neutralidad en carbono. Y para ello se requieren marcos regulatorios estables, que más allá de las coyunturas temporales, den visibilidad a la inversión.
El proceso de transición va a ser largo, y situaciones extraordinarias como la actual tensión de precios en los mercados internacionales se pueden repetir en los próximos años. El gas y la electricidad van a ser, cada vez más, vasos comunicantes, dada la función de respaldo para las energías renovables que realiza el primero. Y las geoestrategias de la energía a nivel mundial van a continuar determinando el suministro energético de países como España. Es necesario, pues, contar con una regulación estable a largo plazo, y ya no sólo a nivel nacional, que garantice unos precios razonables al consumidor y la sostenibilidad económica de las empresas encargadas de ofrecer un suministro energético de calidad.
Adicionalmente, las compañías energéticas tenemos también la obligación no sólo de abastecer de energía a la sociedad con garantías, calidad y a un precio razonable, si no que debemos hacerlo con una gestión basada en criterios ESG (Environmental, Social and Governance): con las personas en el centro de todas nuestras decisiones y bajo los máximos estándares de respeto ambiental.
En Naturgy hemos hecho una apuesta decidida por la sostenibilidad. Queremos ser una compañía neutra en carbono en 2050, de ahí que nuestro Plan Estratégico 2021-2025 prevea inversiones de 14.000 millones de euros para impulsar nuestro papel en la transición energética. Casi dos tercios de estas inversiones se dedicarán al impulso de la generación renovable, con el objetivo de alcanzar el 60 % de nuestro mix.
Adicionalmente a este compromiso de inversión, hemos identificado un potencial de 13.800 millones adicionales que podrían acometerse en el marco de los fondos europeos Next Generation, con proyectos de gases renovables, movilidad sostenible, digitalización, transición justa y eficiencia energética. Unos proyectos, por otro lado, con los que también queremos contribuir a la recuperación económica del país tras la pandemia.
Tenemos también objetivos claros en materia de ESG, con una progresiva reducción de emisiones de CO2 –fuimos la primera empresa española en anunciar el cierre de las centrales de carbón–; la paridad de género en 2030; y la vinculación de los aspectos retributivos a la consecución de objetivos medioambientales y sociales.
Todo ello confirma el giro estratégico de la compañía y su compromiso con una transición energética y socialmente justa. El filósofo y matemático francés Descartes dijo que hay dos cosas que contribuyen a avanzar: ir más deprisa que los otros o ir por el buen camino. Naturgy, con su nueva hoja de ruta estratégica está, sin duda, en el buen camino. Y si a ello le sumamos sus ambiciosos objetivos para los próximos años, estamos convencidos de que avanzaremos rápido hacia el objetivo común de descarbonización.