Llamamos obsolescencia programada a la determinación o programación del fin de la vida útil de un producto, de modo que, tras un período de tiempo calculado de antemano por el fabricante o por la empresa durante la fase de diseño del mismo, éste se torne obsoleto, no funcional o inútil.
Este modelo (si se le puede llamar así) está ampliamente contestado en el ámbito de las máquinas, pero es inaceptable en el contexto humano. Sin embargo, lamentablemente también va avanzando en nuestra sociedad sin apenas darnos cuenta.
Es como si se nos hubiera incluido en un modelo de Obsolescencia Humana Programada (OHP), al estilo de los dispositivos digitales y los electrodomésticos, y, llegada una edad, por muchas ganas que tengamos (que muchos afortunadamente las tenemos) y, por mucha experiencia que podamos compartir, nuestra aportación de valor tiene fecha de caducidad. A partir de los 55 años, el mercado laboral prescinde de muchos de nosotros por la edad, pero somos muchos los silver que no nos resignamos a retirarnos cuando aún tenemos mucho que aportar.
A eso, la Organización Mundial de la Salud (OMS) lo llama “edadismo” y es una plaga que hay que combatir. Porque, pese a que todos vamos envejeciendo, la conciencia de la discriminación por edad es limitada. Y muchos de nosotros, seguramente de forma inconsciente, contribuimos al problema, perpetuando los estereotipos del envejecimiento en nuestras propias vidas. De hecho, según recuerdan las Naciones Unidas, se calcula que una de cada dos personas en el mundo tiene actitudes edadistas.
En el campo laboral, no sé por qué nos cuesta tanto entender que la longevidad de los trabajadores no es un problema. Habría que verlo como una oportunidad para beneficiarse de la experiencia y energía de estas personas a nivel intergeneracional.
Los trabajadores de esta generación son cruciales para crear entornos en los que se compartan conocimientos, y los estudios sugieren que su presencia fortalece la cohesión, la colaboración y la resiliencia del grupo.
Así, las organizaciones deberían prepararse para la convivencia y transición de generaciones, con el objetivo de apoyarlos e involucrarlos y no, por el contrario, adoptar el camino más fácil de expulsarlos, esgrimiendo, además, falsos argumentos.
El talento, las ganas y el compromiso no dependen de la edad. Y hay que derribar los mitos, tan inciertos como interesados, que se emplean para justificar esa discriminación edadista, como menor productividad, mayor costo, cansancio, escasa adaptación y resistencia a los cambios, problemas con la tecnología, etc.
De hecho, pensar que los jóvenes son los únicos que crean empresas y emprenden es un buen ejemplo de pensamiento discriminatorio. Más aún, distintos estudios han demostrado que las personas mayores de 50 años tienen más probabilidades de crear empresas de éxito que los emprendedores más jóvenes. Lo cual tiene todo el sentido, pues, una vez identificada la idea y planteado el negocio, la experiencia evita muchos de los errores de gestión derivados de la actividad.
La integración del talento sénior en la actividad productiva es, de hecho, una oportunidad para cualquier empresa o país, porque aporta valor a la economía, tanto a través del consumo como del pago de impuestos. Un dato importante para políticos y marcas, puesto que en España los silver sumamos 12 millones de personas y representamos el 33% de los votos y el 50% del consumo del país.
La ausencia de políticas que amparen a los silver frente al edadismo es un tema pendiente de la transición social que estamos experimentando como consecuencia de la mayor esperanza de vida. Se requieren unos cambios sociales de gran alcance que no se están produciendo. Y aunque dejar las cosas al libre albedrío tiene su emoción, los resultados no suelen ser los más convenientes.