Nos encontramos en la encrucijada de un Planeta cambiante en el que la sostenibilidad se erige no solo como una opción, sino como un imperativo. Durante el transcurso de la producción del documental “El Boom 3: el camino de la sostenibilidad”, hemos tenido el privilegio de observar como España, con sus empresas a la vanguardia, avanza hacia un horizonte más verde, más igualitario y más responsable. Es un alivio ver que nuestro país tiene a empresarios comprometidos, no solo en dar discursos elegantes, sino en mostrar los primeros pasos de muchos de sus proyectos. Sin embargo, también es momento de reconocer una realidad ineludible: aunque estos progresos son alentadores, aún estamos lejos de materializar plenamente las promesas y proyectos propuestos. Es un avance, sí, pero España no puede ser el único que haga este esfuerzo.
El duro camino hacia la sostenibilidad requiere una mirada crítica, pero constructiva, hacia nuestras acciones y compromisos. No lo decimos solo nosotros, nos lo dice Europa, si bien puede que sea momento de reconsiderar si es el ciudadano de a pie quien más esfuerzo debiera realizar para alcanzar estos objetivos. Mientras aplaudimos la iniciativa individual y la conciencia ambiental que crece entre los ciudadanos, no podemos obviar un hecho crítico: la labor individual, aunque valiosa, es insuficiente si se aísla del contexto más amplio y no se le da margen al ciudadano para poder adaptarse a la realidad económica de un mercado que debe hacer un esfuerzo enorme para cambiar sus productos contaminantes a otros más sostenibles, sin que ello suponga una enorme ruptura para el bolsillo de los contribuyentes.
Los esfuerzos personales por reducir la huella ecológica palidecen ante la magnitud de impacto que tienen las grandes potencias industriales, entidades que no solo deben ser conscientes de su papel, sino que deben ser activamente impulsadas hacia un cambio significativo. No basta con alentar; es necesario presionar a los actores realmente contaminantes en lugar de seguir fustigando y ahogando nuestras economías.
La regulación y la promoción de políticas que favorezcan la inversión en investigación, desarrollo e innovación (I+D+i) son esenciales para contrarrestar los efectos devastadores del cambio climático. El sector privado, con el respaldo gubernamental, tiene el potencial para ser un motor de cambio trascendental. La innovación y la tecnología pueden ser nuestras mejores aliadas en este combate contra un enemigo común: el deterioro ambiental. Sin embargo, esta alianza solo será efectiva si se fundamenta en la voluntad y acción decidida de todas las partes involucradas. España, enfrentando un verano prolongado, ya siente los efectos palpables del cambio climático.
Este escenario debe servirnos no como un signo de desesperanza, sino como una llamada a la acción. ¿Estarán a la altura los organismos gubernamentales de esta situación? El sector privado nos ha dejado claro que sí está dispuesto a hacer lo que sea necesario. ¿Podemos esperar lo mismo por parte de las administraciones públicas?