La simplificación y la superficialidad son riesgos permanentes. Por eso acabo de publicar “Entrevista a Stalin” (Kolima, 2024). Resulta cómodo explicar procesos complejos de manera lineal, con respuestas de manual. Sin embargo, lo acaecido es complejo, como un lejano país en el que se habla otra lengua y se guardan costumbres diversas. Tratar de desentrañarlo y reducirlo a lo que queremos que sea, sin atender a matices, es pernicioso.
La URSS fue un régimen nocivo, de una brutalidad sanguinaria. En aras de un experimento social y de algunos logros menores, causó un infinito dolor a lo largo de décadas, con millones de víctimas que fueron inmoladas en el altar de un futuro que pretendía instaurar un presunto paraíso en la tierra. Todavía hoy resuenan sus nefandas vibraciones en la guerra de Ucrania.
Constituyó durante algún tiempo una fuente de esperanza para las clases proletarias, en especial tras la Primera Guerra Mundial, aquella incomprensible carnicería al servicio de un ominoso imperialismo. Se anhelaba superar el desfallecimiento prolongado durante la Gran Depresión. A lo largo de lustros el mundo entero estuvo a punto de volverse comunista y no solo por una locura colectiva fruto de la ignorancia.
Las promesas del comunismo resultan sumamente atractivas para esas capas de la población explotadas inmisericordemente. También para intelectuales burgueses a los que les gusta jugar a ser aprendices de brujo desde un amplio ático con vistas al mejor parque de la ciudad o en un amplio chalé con piscina.
Como detallé en “¡Camaradas! De Lenin a hoy” (LID, 2017), el marxismo acierta en lo que denuncia y yerra en lo que propone. Fundamentalmente, porque no entiende que la libertad forma parte indeleble del ser humano. Numerosas personas bondadosas creyeron fehacientemente en él. Los propósitos parecían razonables y necesarios. Sobre todo, cuando las socialdemocracias liberales parecían haber sido derrotadas y el fascismo, hermano bastardo del comunismo, era una alternativa cercana. El arsenal analítico del marxismo supo detectar y diagnosticar dificultades de las sociedades industriales y capitalistas. Stalin brilló, bajo la efigie de Lenin como la encarnación de un nuevo mundo desbordante de esperanza.
Se ha presentado a veces a Stalin como un burócrata gris, ignorante, de una suspicacia pueril y estúpida, al borde de la necedad, poco menos que un patán con suerte. Otro Adolf Eichmann. Fue, más bien, un dirigente astuto y tenaz. Lector inquieto, notabilísimo trabajador, por breves temporadas, frugal. No escatimó esfuerzos para servir al Partido, una organización que, para él, un marxista-leninista, resultaba indistinguible de la URSS. Vivió, según su forma de pensar, como un militante al servicio de la obra de Lenin, su admirado líder.
Jamás alcanzó la brillantez intelectual de Bujarin y tampoco poseyó el carisma de Trotsky, pero había pasado más tiempo haciendo la revolución en los campos petroleros de Bakú o en las calles de Moscú que muchos de sus camaradas, encerrados en bibliotecas o en los cafés de media Europa. Su agudeza natural, templada en las callejuelas de Gori o en los conflictos del movimiento obrero, la aprovechó tanto cuando era un revolucionario que atracaba bancos como al oficiar de estadista que se repartía el continente en una servilleta de papel.
Stalin fue brutal y encantador. Podía mostrarse sentimental para al rato volverse despiadado. Desarrolló un retorcido sentido del humor, propio de un matón de barrio. Sabía ser serio y solemne cuando era conveniente. Se guardaba sus opiniones para conocer cuáles eran las de los demás y detectar a posibles o imaginarios enemigos. Era capaz de aceptar puntualmente propuestas ajenas si creía que estaba equivocado, aunque la modestia no era su fuerte. Odiaba a quienes lo desafiaban. Podía llegar a exhibirse como víctima, dimitiendo de sus cargos cuando surgía cualquier escollo. Esos rasgos complementaban su consistente incongruencia.
Construyó una colosal capacidad para erigirse, durante las luchas internas tras la muerte de Lenin y los procesos de colectivización, en el centro del Partido. Fue la figura que arbitraba entre corrientes ideológicas. Desató el Terror y lo frenó a su conveniencia. Para él, sus fines justificaban cualquier medio.
Stalin, extraordinario camaleón, podía aparentar ser pragmático e incluso tolerante. Podía disminuir las cuotas de requisa de grano durante la colectivización para no apretar más a los campesinos o llegar a acuerdos con la Iglesia ortodoxa en la Segunda Guerra Mundial. Sus valores siempre estaban al servicio de sus propósitos. Fue, como su predecesor y sus seguidores, un inmoral vertebrado o un invertebrado moral. Eso le mantuvo en la cúspide.
Un límite insalvable es que alguien pensara que él, Stalin, no era el único esencial. Ahí se acababan las contemplaciones, si no lo habían hecho antes. El culto a la personalidad le fascinaba, consciente de que era necesario que los miembros del Partido fueran más estalinistas que Stalin. Al igual que los secuaces de Hitler o Mao, todos sus subordinados debían mirar en la dirección del timonel.
Resulta complejo introducirse en la mente de alguien. Con más motivo si se trata del segundo mayor asesino de la historia, que reinó desde 1924 hasta 1953 con un poder omnímodo. Es lo que he intentado en “Entrevista a Stalin”.
Conocedor de la relevancia de los cargos y sus privilegios a la hora de asegurar la lealtad, Stalin reconfiguró durante los años veinte la organización del Partido, colocando a hombres afines en puestos decisivos, que a su vez situaban a otra cábila de paniaguados en escalones inferiores. ¡Ay de quien se atreviese a no serle ciegamente leal, aunque solo fuese de pensamiento! A la hora de enfrentarse a sus enemigos los dividía, según fuera oportuno. Supo jugar un papel aparentemente secundario a la sombra de Zinóviev y Kámenev o a la de Bujarin más tarde. El pánico serpenteaba. Bien lo explicitó: había que acabar sobre todo con los inocentes, para que nadie estuviera seguro de la tierra que pisaba.
Stalin tuvo claro que su verdadero y único rival consistente era Trotsky. Instrumentalizó como comparsas a los demás. Una vez que aniquilara a su némesis, nadie le haría sombra. El mayor error que cometieron, en especial Trotsky, fue contemplar a Stalin como alguien anodino, sin talento, poco más que un montañés grosero no muy listo. Stalin se benefició de ese equívoco. Eliminó a todos con saña. Cuando contraatacaron, era tarde. Lo pagaron con sangre ellos y sus familias. Stalin había ganado la partida. Su control del Partido y de la URSS fue, gracias a unas estrategias tan burdas como sutiles, absoluto.
El papel de Lenin como garante de la revolución, como el individuo que podía haber cambiado las cosas de haber vivido más, es incierta. Stalin fue su discípulo más aplicado, quien mejor comprendió la maquinaria impía que era el Partido diseñado por Lenin. Con obsesión por el orden y la disciplina, bien plasmada en una estructura piramidal y en una Cheka que, al modo de espada y escudo del Partido, era sanguinariamente despiadada.
Mi “Entrevista a Stalin” no es un interrogatorio fiscalizador a un criminal medio confeso y jamás arrepentido. Se trata de un intento de comprender las argumentaciones que justificaron su existencia a base de aniquilar a millones de inocentes.