Joseba Arano Echebarria

Director de Recursos Humanos y miembro de la Asociación Española de Directores de Recursos Humanos (AEDRH)

Comentaba uno de estos días de verano, en una conversación con antiguas compañeras, el debate que se estaba produciendo a nivel de la Alta Dirección en su organización entre el cuidado y la exigencia. En muchas empresas, aún persiste una falsa dicotomía: o cuidamos a las personas o les exigimos resultados. Como si el bienestar y la competitividad fueran enemigos. Nada más lejos de la realidad.

Algunos perfiles directivos creen que los enfoques centrados en el bienestar organizativo, el cuidado, la felicidad o la salud emocional están reñidos con la exigencia, la productividad y la mejora continua. Como si liderar con empatía debilitara a las organizaciones… y a quienes las dirigen.

En un entorno ultra VUCA como el actual, la capacidad para gestionar paradojas se ha vuelto clave para la competitividad. Necesitamos organizaciones ambidiestras, capaces de explotar con excelencia su negocio actual mientras exploran nuevas oportunidades; que gestionen eficazmente el funcionamiento del presente sin dejar de prepararse para el futuro; que sean productivas e innovadoras a la vez. Esa agilidad organizativa —esa capacidad de navegar contradicciones— es ya una ventaja competitiva. También en la gestión de personas. Porque, efectivamente, liderar con impacto implica saber cuidar y exigir. Y, a mi modo de ver, en ese estricto orden.

Acabo de terminar la lectura de Why Workplace Wellbeing Matters, de Jan Emmanuel de Neve y George Ward, investigadores de la Universidad de Oxford. Me ha parecido una obra magnífica, con una orientación aplicada pero sustentada en una base muy robusta de investigación cuantitativa. Su objetivo es claro: demostrar con datos el business case del bienestar organizativo.

Utilizando un amplio set de datos de fuentes como Gallup o Indeed, los autores correlacionan de forma clara el bienestar organizativo con resultados empresariales tangibles: productividad, capacidad creativa, innovación, atracción y fidelización del talento… incluso con el valor económico de las compañías. Los datos son contundentes: cuidar a las personas impulsa el valor empresarial. No es una moda blanda, es estrategia.

Un ejemplo ilustrativo es su índice “Wellbeing 100”: un análisis longitudinal de las 100 compañías con mejores resultados en bienestar, comparado con la evolución del índice bursátil S&P 500. ¿Resultado? Mejor desempeño sostenido en valor de mercado durante un período de cuatro años.

Esta lectura me ha hecho reflexionar, en primer lugar, sobre la importancia de los datos. La función de personas ha tenido históricamente menos recorrido que otras áreas con más de cien años de gestión económico-financiera. Y eso nos exige un aprendizaje urgente: tenemos que hablar con datos. Estoy convencido de que, en poco tiempo, el cálculo del valor de las empresas no se basará únicamente en el multiplicador del EBITDA. Índices como el compromiso, el eNPS, la confianza interna, el absentismo o la rotación voluntaria no deseada formarán parte de la fórmula de valoración.

Y, en segundo lugar, reafirma algo esencial: en un contexto de alta exigencia y competitividad, conceptos como reto, responsabilidad, rendición de cuentas o “milla extra” son claves en la cultura deseada. Pero esa cultura no se logra desde la presión, sino desde la integración profunda del cuidado en el diseño de los modelos de liderazgo, gestión y organización del trabajo.

En definitiva, integrar cuidado y exigencia no es solo una cuestión ética o de clima laboral: es una palanca real de ventaja competitiva sostenible. Si queremos organizaciones más humanas y competitivas, debemos empezar por nosotros mismos. Cuidar y exigir. Esa es la nueva ecuación del liderazgo. Y debemos aprender —cada día— a resolverla mejor.