Maribel Ruiz Gil

Directora de RR.HH y miembro de la Asociación Española de Directores de Recursos Humanos (AEDRH)

Durante años se decía que el trabajo y la vida no debían mezclarse. Pero basta un suceso personal -una pérdida, una enfermedad, una crisis familiar- para que la vida entre sin avisar en el trabajo. Entonces, ¿qué hacemos cuando la vida se desmorona delante de nosotros y el trabajo sigue exigiendo respuestas? ¿Están las organizaciones preparadas para afrontar estas situaciones?

En España no hay datos, pero en UK, la Fundación Sue Ryder estima que las personas que viven un duelo “intenso”, en los primeros seis meses tienen una productividad que no alcanza el 70 %, pasando al 95 % durante los siguiente seis meses.

Según la Irish Hospice Foundation, en Reino Unido, las pérdidas de productividad por duelo se estiman en unos 16 mil millones de libras año y en EEUU ascienden 75 mil millones de dólares.

Tras estos datos, la primera reflexión que surge es si existe un acompañamiento real en las organizaciones más allá de los permisos o la flexibilidad (esta última, esencial en estas circunstancias). Un acompañamiento auténtico implica comprender al empleado como una persona con biografía y ciclo vital. Supone construir una relación de cercanía, respeto y pacto mutuo, donde empresa y persona participan activamente en la creación de soluciones y aprendizajes. No es algo etéreo, sino un proceso circular que se desarrolla en fases: escucha, acuerdo, acción, seguimiento y balance.

Escuchar activamente implica generar espacios donde la persona pueda expresarse sin miedo a ser juzgada, y donde lo emocional también tenga legitimidad.
Después llega el acuerdo, en el que se define cómo la organización puede acompañar de manera realista y comprometida. Es un proceso de co-creación, no de imposición: se dialoga sobre necesidades y límites, se establecen compromisos mutuos y se alinean expectativas. Este acuerdo debe ser explícito, sincero y flexible, ya que las circunstancias cambian.

La acción convierte la escucha y el acuerdo en medidas concretas: flexibilidad, apoyo emocional, redistribución de tareas o simplemente tiempo para el autocuidado. Lo esencial no es la magnitud de la medida, sino su coherencia con lo conversado y su adaptación a la realidad de la persona.
El seguimiento asegura que lo acordado se cumpla, evalúa si sigue siendo pertinente y mantiene abierta la comunicación: pequeños encuentros o revisiones periódicas pueden sostener ese vínculo.
Finalmente, el balance permite reflexionar sobre lo vivido y aprendido. Es un momento para revisar qué funcionó, qué puede mejorarse y cómo institucionalizar ese aprendizaje. No es un cierre, sino un nuevo comienzo desde otro nivel de comprensión.

Este acompañamiento es una responsabilidad colectiva, no solo de Recursos Humanos o aquellos emocionalmente más inteligentes. Cada directivo, manager o técnico forma parte de ese tejido que sostiene a las personas. Así, la empresa se convierte en una comunidad donde se comparte la vida, no solo el trabajo.
Cuando una organización acompaña de verdad, refuerza no solo la productividad, sino también el sentido de pertenencia y la calidad de los vínculos humanos que la sostienen.

Como segunda reflexión, subyace la necesidad de potenciar el liderazgo humanista en las organizaciones, basado en la escucha activa, el apoyo, la flexibilidad y la accesibilidad. Este liderazgo promueve la transparencia y se sustenta en la empatía y la confianza, pilares de una cultura organizacional inclusiva y diversa que valora la contribución única de cada persona.
Se impulsa desde arriba con líderes emocional y socialmente inteligentes, auténticos, capaces de tomar decisiones difíciles acompañadas de razones sólidas. Y se refuerza desde abajo con la llegada de la generación Z, que si maneja y valora la empatía, y promoviendo la empatía lateral, la capacidad de compañeros y colegas para ofrecer apoyo y comprensión mutua.

Y no, no es “buenismo para todos”. El propósito sigue siendo alcanzar los objetivos organizativos y mejorar los resultados, pero con un enfoque más humano, ético y sostenible.

Por último, es esencial articular estas prácticas a través de espacios, programas y políticas que permitan la adaptación en estas situaciones, junto con formación a managers y equipos para reconocer señales de carga emocional y saber ofrecer apoyo humano y práctico.

Este artículo nace de una experiencia personal marcada por una doble pérdida familiar en un breve período. A pesar de haber contado con apoyo, entiendo que no siempre es así dentro de las empresas. Por eso, creo firmemente que estos momentos de vulnerabilidad y duelo representan una oportunidad para transformar y humanizar nuestras organizaciones.

Cuando las empresas acompañan de verdad, no solo cuidan personas: también cultivan lealtad, propósito y humanidad compartida.