La moda del ayuno de dopamina se basa en la pretensión de regular de manera consciente nuestros niveles de este neurotransmisor, al que, por la sobreestimulación a la que vivimos sometidos cotidianamente, nos hemos habituado. De esta manera, “ayunando” de ciertas prácticas durante un periodo determinado de tiempo nuestros niveles de dopamina podrían reajustarse provocando que, al retomar las actividades que ya no nos resultaban tan atractivas o impactantes, dicho placer o impacto se recuperarían.
La idea de poner coto a la sobreestimulación, sobre todo a aquella que proviene de las tecnologías de la información (trabajar con ordenador, tablets, chats aquí y allá, consulta de redes sociales…) es indiscutiblemente beneficiosa. No hay que olvidar que un abuso de las pantallas, por decirlo de manera muy simplista, puede tener efectos perniciosos en nuestra salud, aunque sea solo por el dolor de manos, el sobreesfuerzo visual, la fragmentación de nuestra capacidad atencional o aquellas prácticas prehistóricas (“viejunas” en el lenguaje moderno) de tomar café con amigos sin chatear a la vez con otros amigos o presenciar un concierto con nuestros propios ojos en lugar de hacerlo a través de la grabación que estamos haciendo del propio evento.
Cortarnos un poquito con ello es, repito, indiscutiblemente beneficioso. Lo discutible es que restringiendo de manera “controlada” ese trajín informático estemos manipulando conscientemente nuestra producción de dopamina. ¿Acaso alguien sabe cuánta dopamina, cuándo y para qué está segregando su cerebro? ¿Se puede medir la dopamina después de acabar su ayuno? Y más discutible aún es que no solo restrinjamos de manera “controlada” nuestro uso de pantallas, sino que lo acompañemos de una restricción de otras actividades placenteras e, incluso, saludables: hablar con gente, comer algo rico, mantener relaciones sexuales, ver una película que nos apetezca, etc.
Soy consciente de que hay pocas cosas que nos narcisicen tanto como pensar que tenemos control sobre algo, así que no sorprende lo reforzante que resulta pensar que podemos influir significativamente en, por ejemplo, nuestros niveles de dopamina. La mala noticia es que, aunque a algunas personas les guste pensar que están sometiendo a su cuerpo a un “ayuno” de esa sustancia, lo cierto es que no tenemos acceso directo a lo que nuestro cerebro segrega, al menos no tan directo como piensan algunos en el área metropolitana de San Francisco. Por tanto, que alguien pueda regular sus niveles de dopamina de manera deliberada simplemente por dejar de hacer aquellas actividades que cree que le hacen segregar más dopamina de la cuenta y que, eso, además, tenga un efecto significativamente positivo en su productividad cuando está en la oficina es mucho decir.
Debates aparte, el así llamado ayuno de dopamina es la última moda inventada en ese laboratorio de riqueza y ocurrencias llamado Silicon Valley. No quisiera ser yo quien reste glamour a ese concepto ni, por favor, a su procedencia, pero sí me gustaría llamar a la reflexión sobre algo: ¿Tan difícil es hacer cosas normales -y de verdad eficaces- para cuidar de nuestra salud?
Partamos de la base de que no está demostrado que lo que se hace para “ayunar de dopamina” realmente tenga un efecto sobre ese neurotransmisor, ni está descartado que esas restricciones puntuales de redes sociales, comida, interacciones o actividad sexual tenga otros efectos (perniciosos) sobre el mismo. Pues bien, hagamos normal lo que en la salud es normal y no confundamos la creatividad como psicólogos con el generar confusión en forma de moda.
Aquellos que se planteen probar la nueva técnica californiana (destinada no tanto a mejorar la salud de las personas sino, presumiblemente, a aumentar su rendimiento como trabajadorEs) están en su derecho de experimentar con sus cuerpos cuanto les plazca, especialmente si sienten que los resultados les permiten disfrutar más de la vida y, lo que para muchos de ellos quizá sea más importante, alegrarles la vida a los dueños de las empresas para las que trabajan. Hasta ahí su libertad personal, hasta ahí la intervención libre sobre su cuerpo maltratado, pero no demos por hecho que se trata de una técnica eficientemente saludable.
Y es que no discuto qué efectos sienten esas personas en sus cuerpos y sus mentes tras pasar un par de días metidos en una cueva ficticia, pero sí me planteo que quizá sus niveles de dopamina serían más adecuados si realizaran sus tareas de una manera humana y no solo a favor de la cuenta de resultados de sus empresas voraces. De este modo, quién sabe si no tendrían que ahorrarse ayunos estrafalarios consistentes en reprimir todos los estímulos placenteros durante un tiempo determinado para que, al regresar a ellos, les provoquen una respuesta renovada.
Por otro lado, me gustaría pensar, como psicólogo de ifeel y como persona de a pie, que lo que suele ser saludable para el cerebro humano es disfrutar de las actividades placenteras en su justa medida, no hacer jueguecitos extraños del tipo “ahora disfruto, ahora me inhibo” con la fantasía de que así se puede manipular deliberadamente la producción de neurotransmisores. En otras palabras: prueba a apagar tu WhatsApp dos o tres horas antes de acostarte y quizá no te haga falta encerrarte en casa durante dos días con la sola compañía de tu botella de agua y el silencio para compensar a tu sistema nervioso central de los daños que le infliges… porque eso no es salud sino, como diría Paul Auster, experimentos con la verdad.