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Juan Carlos Higueras

economista y profesor de EAE Business School

Cada vez hay más ciudadanos con dudas acerca de la sostenibilidad de nuestro sistema de pensiones, algo que se cuestiona desde hace años, por parte de instituciones nacionales e internacionales y que se está intensificando con la incorporación de los “babyboomers”, una avalancha de futuros pensionistas que va a poner a prueba las costuras del sistema.

Se trata de una realidad que tiende a ser maquillada en público por los distintos gobiernos que hemos tenido pero reconocida en privado, hasta el punto de que la sostenibilidad del sistema ha sido una de las exigencias de la Comisión Europea a cambio de recibir los fondos NextGen y, por ello, se ha aprobado la última, que no la definitiva, reforma del sistema, conllevando cambios para frenar el gasto y aumentar los ingresos. Para este último caso, tenemos como ejemplo la cotización de los autónomos por ingresos reales, que irá aumentando paulatinamente hasta aumentar un 45% más, o bien la inclusión del Mecanismo de Equidad Intergeneracional (MEI) que supone un 0,6% adicional.

Entre las principales características de un sistema de pensiones se encuentran la sostenibilidad, la equidad y la suficiencia. Mientras que la primera hace referencia a su capacidad de financiarse sin la necesidad de recursos externos al mismo, es decir, que no sea deficitario a lo largo del tiempo, la equidad busca reconocer a cada individuo una serie de derechos en función de lo que le corresponde, es decir, aplicado a las pensiones, que la cuantía de la misma, esté altamente relacionada con las contribuciones a lo largo de toda su vida laboral. La suficiencia tiene que ver con la generosidad y busca que la cuantía de la prestación a recibir sea adecuada para cubrir las necesidades del pensionista y en qué medida le permite disfrutar de un nivel de vida similar al que disfrutaba como trabajador. Todas las características están fuertemente ligadas, pues sin sostenibilidad se comprometen las restantes.

Nuestro modelo actual es un sistema de reparto de prestación definida, diseñado mediante un esquema Ponzi bajo el principio de solidaridad intergeneracional, apoyado en unos pilares que son altamente sensibles a los cambios en variables económicas y sociodemográficas, que ejercen de palancas del modelo.

Por tanto, las pensiones actuales están financiadas con las contribuciones de los trabajadores actuales, mediante las aportaciones mensuales en nómina, tanto del empleado como del empleador. La prestación definida, indica que la cuantía de la pensión inicial está relacionada con las contribuciones realizadas por el trabajador a lo largo de toda su carrera laboral y con otros parámetros del modelo. Es decir, cualquier cambio en los mismos, no sólo afecta a la cuantía de la pensión, sino a la sostenibilidad del sistema.

Haciendo números simples, según los PGE 2023, el gasto en pensiones alcanzará los 190.687 millones de euros en este año, superiores a los ingresos por cotizaciones sociales y donde, con los datos de septiembre, hay 9,12 millones de pensionistas que cobran una pensión media de 1.196 euros. La nómina de dicho mes es de más de 12.051 millones de euros, lo que representa un aumento interanual cercano al 11%, mostrando una tendencia creciente a lo largo del tiempo. Como el sistema de reparto se apoya en las cotizaciones de más de 21 millones de ocupados, deducimos que, actualmente hay 2,3 trabajadores por cada pensionista, de modo que, cada trabajador debería contribuir con unos 750 euros al mes para el mantenimiento del sistema, algo que no se consigue y que debe ser complementado con transferencias del Estado, financiadas mediante impuestos, además de aumentar la deuda de la Seguridad Social que actualmente supera los 106.000 millones de euros.

Aparte de haber agotado la hucha de las pensiones, el sistema es deficitario desde hace muchos años y las estimaciones para el año 2045 muestran que, si no se cambia, habrá un pensionista por cada trabajador, lo que no es sostenible, por lo que cada vez son más las personas que se cuestionan si seremos capaces de transformar nuestro modelo de pensiones en un sistema equitativo y sostenible.

Para ello, sería necesario, utilizar el esquema, recomendado por las instituciones, de tres pilares y copiar alguno de los modelos que están funcionando en Europa, implantándolo para los recién incorporados al mercado laboral, manteniendo las condiciones del actual para los que están en los últimos años de vida laboral y diseñando, lo más complicado, un sistema de transición para el resto de trabajadores. Además, se debería fomentar el ahorro previsional desde el inicio de la carrera profesional, con incentivos fiscales, así como los planes de pensiones privados individuales y voluntarios, en vez de eliminar las deducciones que ya existían.

Sin embargo, sin voluntad ni consenso político no se puede mejorar pues no hay peor ciego que el que no quiere ver, algo que ocurre con los políticos que, a sabiendas de que el modelo tiene fecha de caducidad, no están dispuestos a reformar estructuralmente un sistema o diseñar uno nuevo, por el elevado coste electoral que podría suponer, aparte de la enorme dificultad económica, social, jurídica e ideológica que conlleva. Para conseguirlo, es necesario estimular el mercado laboral con mejoras en su rigidez, precariedad y productividad, junto a menores impuestos al trabajo.

Para evitar asumir dichos retos, sólo se realizan reformas paramétricas y no estructurales, que en los últimos 40 años han supuesto nuevas vueltas de tuerca mediante ajustes incrementales en las variables que endurecen los requisitos de acceso a una pensión, alargando la agonía del sistema y dando una patada hacia delante al problema para que sean otros, en el futuro, quienes tengan que afrontarlo, igual que el juego de la Jenga, con la diferencia de que los errores no los pagan los jugadores sino los futuros pensionistas, que cada vez deben jubilarse más tarde, así como los trabajadores y empresarios actuales, que cada vez deben contribuir más.