Manuel García-Lechuz Sierra

Senior Business Builder en Byld

En un contexto empresarial marcado por la transformación constante, la pregunta sobre cuándo una organización está verdaderamente lista para lanzarse a lo desconocido y emprender nuevas iniciativas y oportunidades de negocio, no es trivial. ¿Existe un momento óptimo para afrontar las contingencias que supone una apuesta por la innovación y el crecimiento? ¿Podemos siquiera identificarlo? La realidad es que dar el paso fuera de la zona de confort no es solo un acto de valentía, sino un privilegio que pocas compañías pueden permitirse plenamente. Pero no es una cuestión únicamente enraizada en la estabilidad económica o la garantía de solvencia a pesar del fracaso, puesto que la capacidad de innovar está profundamente ligada a una idea mucho más abstracta: la propia identidad y la percepción del riesgo.

Así partimos de que innovar implica errar. El error no es una posibilidad dentro del proceso de innovación, sino su condición sine qua non. En este sentido, el riesgo y la innovación son inseparables. Más aún, el riesgo siempre llega primero, porque es el primer paso de toda transformación y la base sobre la que se edifica cualquier avance real. Pero para que una organización esté en condiciones de tomar ese paso, antes debe responder una pregunta esencial: ¿qué entiendo yo por riesgo?

Esta sencilla pregunta es, en muchos casos, el punto ciego de las compañías. Definir qué es el riesgo en términos propios, no en función de métricas externas o estándares de mercado, es el ejercicio semántico del que depende toda estrategia innovadora con sentido. Si no existe un conocimiento honesto de la propia capacidad de asumir y gestionar variables nuevas, ¿cómo se va a visualizar con claridad el potencial de crecimiento o transformación?

Muchas empresas, seducidas por las modas o la presión competitiva, se lanzan a innovar simplemente “porque toca”. Sin embargo, hacerlo sin una identidad clara no solo puede resultar inútil, sino también contraproducente. Innovar sin rumbo definido lleva al desconcierto, la desilusión (que puede ser irreversible) y, en muchos casos, a una preocupante pérdida del sentido estratégico e incluso de la propia identidad corporativa. Es una práctica tan común como peligrosa: innovar por innovar puede ser tan estéril como no innovar en absoluto.

En este contexto dinámico, de mercados sinérgicos que evolucionan de forma interdependiente y transectorial, identificar la capacidad real de una compañía para innovar implica ir más allá de tener un plan estratégico. Comienza, como mencionaba, con una definición propia del riesgo. Y se sostiene sobre tres pilares adicionales.

El primero tiene que ver con la permeabilidad organizacional. Es decir, la capacidad de conexión y comunicación entre equipos es clave. En este sentido, una estructura flexible, donde fluyen ideas y aprendizajes entre los distintos equipos y unidades de negocio, es más apta para integrar la innovación, que cale de forma transversal y, sobre todo, para marcar un rumbo compartido y coordinado.

Por otro lado, es necesario realizar el inventario de activos de innovación. Este paso supone saber qué se ha intentado antes, qué fracasó y qué prosperó. El motivo de hacer esta reflexión es ayudar a dibujar rutas más realistas hacia el futuro, porque cualquier iniciativa pasada, exitosa o no, constituye un mapa valioso para avanzar. En ello también es clave poder realizar el ejercicio a futuro: ¿Dónde queremos llegar en los próximos años?

Y, como último pilar, es fundamental tener consolidada una cultura de liderazgo dentro de la compañía. Nada prospera si la dirección no cree y actúa en consecuencia, responsabilizándose de habilitar la innovación desde el principio. Liderar con propósito y visión compartida es esencial para impulsar la innovación como parte del código genético de la organización.

Por tanto, la mayor amenaza no está en fracasar al innovar. Está en no innovar por miedo al fracaso. Y esto es lo que diferencia a las organizaciones verdaderamente preparadas: son aquellas que han perdido el miedo. Han mirado de frente a su incertidumbre y la han convertido en una palanca estratégica. También son aquellas que no limitan la conversación a un solo equipo, sino que entiende el valor de integrar múltiples puntos de vista internos, reconociendo que esta diversidad en la toma de decisiones es una inversión de alta rentabilidad, sin importar el rumbo que se elija.

La pregunta no es, entonces, si puedo innovar, sino qué quiero aprender como compañía. Porque innovar es, por encima de todo, un proceso de aprendizaje. Y ese aprendizaje comienza por conocerse. Entender qué riesgos puedo asumir, cómo y por qué, es ya un primer paso hacia el cambio.

Asimismo, al considerar el riesgo como un activo más, es posible cuantificarlo y gestionarlo. Desde empresas con alta capacidad de inversión diversificada, hasta aquellas que no tienen capital, pero sí una intención clara de explorar nuevas soluciones internas o vías de seguir creciendo, cada perfil tiene un modelo adecuado para innovar: corporate venture building, open innovation, intraemprendimiento, M&A, venture client… Las opciones existen; lo que a menudo falta es la definición clara de cuál es el punto de partida.

En tiempos donde todo parece tender hacia la prudencia, quizá el futuro comience para aquellos que no teman invertir en el autoconocimiento corporativo como forma de innovación. El barbecho no es parar, es reconstituirse en relación al entorno que nos rodea. Porque quien sabe quién es, sabe de dónde viene y sabe hacia dónde puede −y debe− ir. Y, en esa claridad, el riesgo deja de ser amenaza para convertirse en estrategia.