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Martí Pachamé

Profesor de EAE Business School

En los últimos años, la empresa española ha mostrado una admirable capacidad de resistencia. Tras la pandemia, la inflación y las tensiones geopolíticas, muchas compañías han recuperado cifras de actividad, empleo y exportaciones. Sin embargo, no basta con resistir: estamos ante un nuevo ciclo que exige transformación estructural.

En términos macroeconómicos, España ha mostrado una evolución positiva. El crecimiento del PIB en 2024 fue del 3,2%, superando tanto el crecimiento de 2023 como la media europea. Este aumento fue impulsado principalmente por el consumo y la inversión. Sin embargo, el entorno sigue marcado por la incertidumbre: la guerra comercial entre EE. UU. y China, el encarecimiento del crédito, el giro proteccionista de muchos países y la transición energética presionan a las empresas para que reevalúen sus estrategias.
Este contexto exige algo más que recuperación: exige adaptación profunda. La empresa española, especialmente la pyme, debe tomar decisiones estructurales sobre internacionalización, digitalización, productividad y sostenibilidad.

Uno de los pilares del tejido empresarial español ha sido su capacidad exportadora. En 2024, las exportaciones crecieron un 2,7% interanual, alcanzando los 29.738 millones de euros en diciembre, el segundo mayor registro mensual histórico. Sin embargo, persisten riesgos: volatilidad global, tensiones proteccionistas y exceso de dependencia de ciertos mercados. Latinoamérica, el Magreb y Europa del Este ofrecen oportunidades, pero requieren estrategia e inversión. El reto es pasar de vender productos a ofrecer soluciones de alto valor añadido.

La digitalización ha avanzado notablemente: comercio electrónico, herramientas de gestión y presencia digital. Sin embargo, muchas pymes siguen rezagadas. El desafío ya no es solo digitalizarse, sino hacerlo con impacto: automatización, uso inteligente de datos, ciberseguridad e inteligencia artificial aplicada marcarán la diferencia.

La empresa española también se enfrenta a un dilema en el mercado laboral. Aunque el empleo ha resistido bien, existe un desajuste creciente entre la oferta de trabajo y la demanda de perfiles. Faltan técnicos, ingenieros, especialistas en digitalización y profesionales para sectores clave como la sanidad, la construcción o la hostelería.

Este déficit de mano de obra cualificada convive con una paradoja estructural del mercado laboral español: una de las tasas de desempleo más altas de Europa (11,7% en el primer trimestre de 2025, según la EPA), un desempleo juvenil crónicamente elevado (por encima del 27%) y un alto grado de sobrecualificación. Muchos jóvenes con formación superior ocupan puestos para los que están sobrepreparados, mientras que las empresas no encuentran perfiles técnicos intermedios. Esta desconexión entre el sistema educativo, la formación profesional y las necesidades del tejido productivo constituye uno de los mayores cuellos de botella para el crecimiento empresarial.

Además, muchas empresas afrontan el relevo generacional sin una estrategia clara. La sucesión en pymes familiares, la atracción de jóvenes y la fidelización del talento son desafíos tan urgentes como los tecnológicos.

A la vez, están emergiendo nuevas formas de trabajar: modelos híbridos, mayor flexibilidad, exigencia de propósito y conciliación. Las empresas que sepan adaptarse a estas nuevas expectativas tendrán una ventaja competitiva decisiva.

Uno de los grandes desafíos estructurales de la empresa española es la baja productividad.

Durante años, el crecimiento económico ha descansado en aumentos de empleo más que en mejoras de eficiencia, lo que ha generado un modelo vulnerable ante shocks externos. En este contexto, la propuesta de una reducción significativa de la jornada laboral —sin una contrapartida clara en productividad— genera preocupación en el tejido empresarial, especialmente en las pymes.

Reducir horas sin mejorar procesos ni incorporar tecnología puede traducirse en un encarecimiento de los costes laborales sin beneficios tangibles en competitividad. En sectores intensivos en mano de obra o con márgenes estrechos, el impacto puede ser crítico. La modernización productiva debería ir de la mano de cambios normativos: incentivar la inversión en automatización, digitalización y formación continua como condición para afrontar este nuevo marco laboral sin sacrificar la competitividad.

Frente a estos desafíos, la respuesta no puede ser conservadora. La empresa española necesita ganar tamaño, profesionalizar su gestión, colaborar más con otras compañías y apostar por la innovación. Pero también necesita apoyo. Las políticas públicas deben estar alineadas con esta visión estratégica: ayudas no solo a la supervivencia, sino al crecimiento, la internacionalización y la sostenibilidad.

Hay margen para el optimismo. España cuenta con sectores punteros, una posición geoestratégica envidiable, acceso a financiación europea y una generación de jóvenes emprendedores y formados. Pero no basta con resistir: toca atreverse.