Inmaculada Domínguez Fabián

Socia del Instituto Español de analistas y miembro del claustro de Escuela FEF

Todos sabemos lo que se siente al entrar en la consulta de un médico. Buscamos esa mirada de seguridad, esa certeza de que el profesional que tenemos delante conoce los últimos tratamientos para cuidarnos. Lo hacemos porque entendemos que, sin salud, los demás planes de vida se desmoronan.

Sin embargo, a veces olvidamos que nuestra salud financiera merece ese mismo nivel de cuidado y exigencia. Detrás de una cuenta de ahorros, de un fondo de inversión o de un plan de pensiones no hay solo euros; hay proyectos vitales: la universidad de los hijos, la tranquilidad de la jubilación o el colchón ante un imprevisto. Por eso, confiar nuestro patrimonio a alguien es un acto de fe inmenso. Y esa fe debe recompensarse con la mejor preparación posible.

Una vacuna contra la incertidumbre y el cambio

Vivimos en un mundo que cambia a la velocidad de la luz; y el ámbito financiero y económico no se queda atrás. Inflación, nuevos productos digitales, cambios fiscales y regulatorios son los «virus» de la economía moderna.

“Un asesor que estudia y se recicla cada año se está ‘vacunando’ contra el desconocimiento. Y al hacerlo, inmuniza la cartera de sus clientes contra riesgos innecesarios. Es prevención en estado puro”.

Pero cuidar al cliente no es solo curar, es también acompañar en el viaje y hacerlo protegiendo su salud financiera. Para que esta protección sea real, la ley marca unas pautas. La normativa (MiFID II o la Ley de Crédito Inmobiliario) prescribe unas «dosis» mínimas de actualización que todo cliente tiene derecho a esperar: en el caso de MiFID II, se exigen 20 horas anuales para quien informa y 30 horas anuales para quien te asesora y en el caso de la Ley de Crédito Inmobiliario son 10 o 15 horas anuales el que informa o asesora sobre productos de crédito hipotecario.

La normativa marca el suelo, pero es el asesor el que puede decidir dónde poner el techo. Mientras que la formación continua es un mandato regulatorio, la excelencia es una elección personal y ahí es donde la profesionalidad se demuestra. Un ejemplo claro es la planificación de la jubilación. De poco sirve ser un experto en fondos de inversión si se desconoce cómo funciona el sistema público de pensiones. Una formación de calidad debe integrar conocimientos profundos sobre la Seguridad Social, porque solo entendiendo la pensión pública se puede calcular con precisión el ahorro privado necesario. Ese es el tipo de conocimiento práctico que transforma a un vendedor en un asesor imprescindible.

Hoy, el principal competidor de un asesor financiero no es el compañero de otra entidad, es la tecnología. Existen aplicaciones y robo-advisors capaces de crear carteras de inversión eficientes en segundos. Entonces, ¿qué nos queda? Nos queda lo único que una máquina no puede replicar: la personalización y la empatía. Pero cuidado: la empatía sin conocimiento es insuficiente. Un algoritmo se actualiza automáticamente cada noche; un profesional debe hacerlo y debe hacerlo voluntariamente y convencido. Si queremos aportar un valor real frente a la frialdad de una pantalla, la formación es nuestra principal baza.

El cliente acude a un asesor porque una aplicación no entiende de miedos, de herencias familiares complicadas o de cambios vitales inesperados. Pero para dar respuesta a esa complejidad humana, necesitamos una «caja de herramientas» intelectual mucho más sofisticada que la de un software. Formarse en centros como Escuela FEF, la escuela del Instituto Español de Analistas, garantiza que nuestra herramienta es la calidad.

Por eso, creo que es fundamental ir más allá de «cumplir el trámite» y que no hay que formase solo porque la ley lo marca, sino que hay que hacerlo para ofrecer respuestas cualificadas a los nuevos retos, para diferenciarte de la automatización y para cuidar la salud de los clientes, que, aunque sea “solo financiera” es también vital.