Después del parón que sufrió la economía global, el pasado año estaba llamado a ser el año del inicio de la recuperación, como así ha sido finalmente, si bien hemos asistido a una pérdida de dinamismo en la segunda mitad de año, y a una gran disparidad entre regiones y sectores.
El avance en el proceso de vacunación entre la población ha ido permitiendo levantar progresivamente las restricciones a la actividad y a la movilidad, contribuyendo a una paulatina normalización tras la aguda contracción experimentada, a lo que hay agregar el apoyo proveniente del carácter expansivo de las políticas fiscal y monetaria por parte de los gobiernos y bancos centrales.
En contraposición a estas palancas positivas, han surgido nuevos obstáculos que han supuesto un freno especialmente visible en la segunda parte del año. Además de la aparición de nuevos brotes y variantes del virus, la principal dificultad ha venido de la formación de disrupciones en las cadenas de suministro a nivel global, derivadas fundamentalmente del desajuste entre, por un lado, la relativamente fuerte recuperación de la demanda mundial, favorecida por el ahorro embalsado de los hogares y los estímulos fiscales y monetarios; y, por el otro, una oferta que recupera más progresivamente la normalidad.
Como consecuencia de estos cuellos de botella, que incluyen también a las materias primas y la energía, así como retrasos en el transporte de mercancías, ha tenido lugar una escasez de suministros y un tensionamiento de los precios. De hecho, hemos asistido en el pasado ejercicio a un repunte de la inflación, un fenómeno totalmente ausente en el entorno macro de los países avanzados en los últimos años, que ha cerrado el año registrando tasas elevadas tanto en Europa, y también en España, como, sobre todo, en Estados Unidos.
Para impedir que este episodio inflacionario se pueda llegar a enquistar en nuestra economía es clave evitar, por todos los medios posibles, los llamados “efectos de segunda ronda” que retroalimenten las expectativas de inflación y terminen elevando los precios en forma de profecía autocumplida.
La economía española no ha sido ajena a esa moderación en el ritmo de expansión de la actividad de la segunda mitad del año, y el avance de la contabilidad nacional del cuarto trimestre del PIB arroja un crecimiento para el conjunto del año 2020 del 5 %, muy por debajo de las expectativas que tenía el conjunto de analistas al inicio del ejercicio, y de las previsiones oficiales. Con este dato, el PIB en términos reales se sitúa todavía un 6,4 % por debajo del nivel al que cerró el año 2019, lo que evidencia que todavía queda mucho camino por recorrer para completar la recuperación. No en vano, dado que se estima que el crecimiento para este 2022 continúe marcando un ritmo favorable, esto significa que habría que esperar probablemente hasta 2023 para recuperar los niveles de PIB previos a la crisis.
La brecha de empleo con respecto a los niveles anteriores a la pandemia tampoco se ha cerrado. En datos promedio, si bien en 2021 se registraron solo 5.700 ocupados menos que en el año 2019, lo cierto es que este dato se encuentra especialmente influido por la fortaleza en la creación de empleo público, donde los ocupados crecieron un 7 % con respecto a hace dos años, mientras que el sector privado todavía cuenta con 232.300 ocupados menos que antes de la pandemia, lo que supone una disminución del 1,4 %.
De igual modo, el número de horas trabajadas en el sector privado, una variable a seguir especialmente relevante en el contexto actual para conocer el verdadero pulso de la actividad, fue en media de 2021 un 4,7 % inferior al dato correspondiente de 2019.
Algunos catalizadores que impulsaron la actividad económica el año pasado seguirán operando para el presente año. Al contrario que en el caso de la Reserva Federal, donde se esperan algunas subidas de los tipos de interés de referencia en 2022, no está previsto que el Banco Central mueva ficha en este sentido en el presente año, por lo que las condiciones financieras seguirán siendo favorables para familias y empresas. Y aunque las condiciones fiscales también continuarán con un saldo netamente expansivo a nivel global, sería preocupante que, en el caso de España, se continuara apostando por subidas impositivas, en un entorno complejo e incierto en el que nuestros principales socios europeos están optando por todo lo contrario, esto es, por un alivio de las cargas fiscales.
Es cierto que, dado el desequilibrio de nuestras cuentas públicas, intensificado por los efectos de la pandemia, es necesario plantear una senda de consolidación fiscal a medio plazo que respete, no obstante, las necesidades a corto plazo para apoyar la actividad económica que puedan seguir derivándose de la pandemia. Sin embargo, este ajuste no debe abordarse por la vía de incrementos impositivos a las empresas, ya que estas subidas tienen efectos contractivos, que además se extienden durante un período prolongado de tiempo sobre la actividad, la inversión y el empleo. En su lugar, debe optarse por reforzar el crecimiento potencial y mejorar la eficiencia del gasto público.
Respecto a este último ámbito España tiene todavía un gran margen de mejora, lo que permitiría, no solo incrementar la calidad en la gestión y prestación de servicios públicos, sino también asegurar su sostenibilidad a largo plazo, al tiempo que se liberan recursos para su utilización, de manera más eficaz y eficiente, por el sector privado.
A su vez, el ritmo, el grado y el modo de implementación de los fondos europeos va a ser muy relevante para que la recuperación continúe a buen ritmo y para apoyar la transformación de nuestro tejido empresarial y reforzar nuestro crecimiento potencial. Sin embargo, hasta ahora, a pesar de los grandes desembolsos que ya han sido transferidos a nuestro país, se observa un importante retraso en la llegada de estos fondos a las empresas en comparación con otras economías de nuestro entorno, lo que puede dar lugar a una deslocalización de inversiones. Además, el diseño de las convocatorias está dificultando el acceso a los fondos de pymes y autónomos.
En este sentido, resulta clave, entre otras cuestiones, acelerar la ejecución de los grandes proyectos estratégicos, establecer convocatorias menos atomizadas y con plazos más amplios que faciliten el acceso de empresas más pequeñas, así como implicar la participación del sector financiero para mejorar la agilidad y la capilaridad de las ayudas. Y todo ello sin olvidar la necesidad de abordar las reformas estructurales que vienen de la mano de estos fondos y que permitirán su mejor aprovechamiento y un incremento de nuestro dañado crecimiento potencial, que no deja de ser la justificación última de todo este programa.
Así pues, y a pesar de que todavía existen importantes riesgos e incertidumbres en el horizonte, 2022 debería ser otro año con tasas de crecimiento elevadas, aunque, eso sí, de menor intensidad que el de 2021, por lo que hablaríamos de un crecimiento desacelerado, y en el caso de la economía española, de una recuperación incompleta. En todo caso, para conseguir culminar la recuperación, alcanzando cuanto antes los niveles precrisis de actividad y empleo, será crucial evitar errores de política económica, en forma de medidas que desincentiven la actividad, la inversión y la creación de empleo, y que pueden profundizar y potenciar aún más los obstáculos al crecimiento existentes.
Es fundamental contar con un marco regulatorio estable, predecible y de calidad, que apoye la inversión empresarial, para favorecer la mejora de la productividad, una variable especialmente damnificada en esta crisis. A fin de cuentas, no existe prosperidad ni bienestar a largo plazo sin una evolución favorable de la productividad, que no deja de ser la variable clave para conciliar la mejora de rentas de los trabajadores con la competitividad empresarial.