Con el Gobierno negociando una nueva subida del Salario Mínimo Interprofesional para 2026, el debate vuelve al primer plano: ¿es el decreto el camino para mejorar los sueldos, o es sólo un parche que encarece el empleo? En un país de productividad débil y costes laborales altos, conviene mirar más allá del titular y preguntarse qué efectos tendrá sobre contratación, competitividad y oportunidades de entrada al mercado laboral.
La inminente subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) en España para 2026 se anuncia como una conquista social. A primera vista, elevar por decreto los sueldos más bajos parece una medida de justicia para mejorar la vida de los trabajadores, sin embargo, conviene preguntarse si una ley puede, por sí sola, crear prosperidad de la nada. La experiencia económica sugiere que los salarios reales dependen de la productividad y de la salud del tejido empresarial, más que de la voluntad política.
España padece un problema de productividad crónico. La predominancia de sectores de bajo valor añadido y de pequeñas empresas con escasa capacidad de innovación limita la riqueza generada por trabajador. Los salarios no son bajos por capricho, sino porque no se puede repartir lo que no se produce. Subir sueldos por decreto sin atacar la raíz del problema es empezar la casa por el tejado.
Fijar un salario mínimo artificialmente elevado es contraproducente, especialmente para los más vulnerables: jóvenes y trabajadores poco cualificados. Cuando el coste laboral total supera el valor que un recién titulado sin experiencia puede aportar desde el primer día, la contratación se frena. Un SMI diseñado para proteger se convierte así en una barrera de entrada para quienes aceptarían un sueldo inicial menor a cambio de adquirir experiencia y entrar en la rueda laboral.
España ya arrastra una de las tasas de paro juvenil más altas de Europa, un umbral salarial demasiado exigente puede cronificar esta situación. Ante costes laborales disparados, muchas empresas evitarán crear puestos junior o, peor aún, recurrirán a la informalidad. Es la amarga ironía de una medida ideada para dignificar el trabajo: termina empujando a más gente a la economía sumergida.
El modelo suizo es clarificador porque allí no existe un salario mínimo nacional y, sin embargo, sus trabajadores están entre los sueldos más altos del mundo (con una media que ronda los 6.500 francos suizos). ¿El secreto? Una economía de alta productividad y libertad económica que incentiva la competencia, la innovación y la formación. En ese entorno, es el mercado el que eleva los salarios de forma natural al competir por el talento, sin necesidad de imposiciones estatales.
Ser crítico con la subida del SMI no implica defender sueldos bajos; al contrario, es aspirar a que aumenten de forma sostenible. El Estado tiene un papel clave, no como fijador de precios, sino como facilitador. En lugar de dictar alzas y aumentar la recaudación vía cotizaciones, debería reducir burocracia, aliviar cargas laborales y fomentar la formación.
Como profesor universitario, me preocupa que, en el afán de mejorar las condiciones de unos pocos a corto plazo, hipotequemos el futuro laboral de mis alumnos. Debemos reflexionar si queremos una sociedad donde los salarios crezcan por decreto o por mérito y productividad. La libertad económica y la responsabilidad individual siguen siendo motores de prosperidad más efectivos que cualquier firma en el BOE.









