En mi reciente libro, aparecido en LID Editorial con el título que antecede a estas líneas, recojo el comentario de cierto directivo, ayuno de sentido común, que al incorporase a su nueva responsabilidad, sermoneó con displicencia:
– Cuando dirijo una fábrica me gusta controlarlo todo.
Los empleados detuvieron la producción:
– ¡Ahora puede hacerlo!, le espetaron.
El imprudente avanza en medio de tinieblas, porque ningún faro alumbra su meta. Ni siquiera sabe con exactitud dónde tropieza, ni cómo no repetir semejantes yerros en lo sucesivo. Afirma Platón en las Leyes que, para encontrar un buen legislador, se necesita sabiduría, prudencia y buena suerte.
El hombre no nace entero, va completándose. Seremos lo que estemos queriendo. Se siembran actos y se recogen hábitos. La cuestión ha sido abordada con significativas limitaciones por autores de Estrategia y Organización de Empresas, bajo el término rutinas. Juzgan que éstas indican la forma en que se hacen las cosas en sus organizaciones y que proporcionan ventajas desde el punto de vista de la sistematización. El riesgo es que se conviertan en murallas protectoras, porque salvo excepciones las rutinas no van más allá de repeticiones paralizantes. El intento de modificarlas sería entendido como un ataque a intereses establecidos. Rutina es, por decirlo de una vez, cualquier reiteración y hábitos son los elementos que pergeñan la segunda naturaleza que completa la primera y facilita el camino hacia el deber ser.
Los hábitos positivos cuentan con tres características:
1.– Estimulan: cada uno potencia la consecución de metas, que darán lugar a su vez a nuevos hábitos.
2.– Son repeticiones con orientación. Sus frutos están impregnados de racionalidad. Si llegase a suceder que conocimiento (en el sentido de aplicación de técnicas) y pensamiento se escindiesen, el hombre se convertiría en un impotente esclavo de know-how’s irreflexivos.
3.– Se potencian unos a otros: la mejora en el deseo de atención al cliente, por ejemplo, se manifestará en el respeto a los colegas. Por el contrario, los hábitos operativos negativos se obstaculizan mutuamente: el ambicioso egoísta experimentará que los demás ponen dificultades a sus pretensiones.
Quien moldea su segunda naturaleza logra, a decir de Aristóteles, estar de acuerdo consigo mismo. Practicando la justicia, nos hacemos justos; con la templanza, templados; y con la fortaleza, fuertes. La puesta en marcha de los hábitos tiene como objetivo dignificar la naturaleza de la persona, pero esa perfección es un desafío reiterado para los audaces. Convertir en reales hábitos operativos determinados actos exige no sólo saber, ni siquiera actuar, sino también, de algún modo, saborear.
Es decir, sabiduría.
Las corrientes denominadas inmanentistas contribuyeron a transformar la apreciación de lo conocido. Comenzaron a formularse sistemas: el primero destacado, el cartesiano, a cuyo concepto de causa sui dediqué mi primera tesis doctoral (en los tiempos que corren, y por el comportamiento de comediantes que deberían haber abandonado hace tiempo la vida pública, debo aclarar que la hice yo).
El autor francés, y muchos después de él, tratarán más que de interpretar la realidad, de pergeñarla. Esa inversión copernicana afecta a múltiples ámbitos de la existencia, también al del gobierno de las entidades mercantiles y financieras. Entre otros aspectos, porque cada vez más el acento de éstas se pone en la obtención de rendimientos crematísticos. Va desapareciendo gradualmente la consideración del valor subjetivo del trabajo para adquirir más preponderancia el objetivo.
El valor objetivo del trabajo es lo que Aristóteles denominaba factum. Es decir, lo que queda después de laborar: una mesa, una silla, un libro, un informe de auditoría… El sentido subjetivo del trabajo es lo que acaece en la persona: quien miente se hace mentiroso; quien roba, ladrón; quien trata descortésmente a los demás, innoble; quien trabaja con denuedo y rectitud, bueno; etc. Y esto independientemente del tipo de ocupación. No es la función específica lo que engrandece o empequeñece a la persona, sino el modo en que se afrontan esas actuaciones.
Los Verdaderos Hábitos son Inteligentes, entre otras causas, porque, como ya he apuntado, la voluntad del hombre no funciona por libre (a-racionalmente y mucho menos irracionalmente), es necesariamente y siempre una voluntad-inteligente. Los hábitos designan –y diseñan– una manera de ser estable, gracias a la cual nuestras facultades espirituales alcanzan su plenitud de manera duradera y permiten a la libertad expresarse con facilidad y de manera unificada en los actos correspondientes. Mediante los hábitos me auto poseo. Una persona que no asuma hábitos vive en permanente dependencia del postrer estímulo, del rumor recién escuchado, del último titular o tweet leído.
Con una segunda naturaleza bien formada, se hace más fácil alcanzar objetivos valiosos. Aristóteles analiza con detalle en Ética a Nicómaco (LID Editorial) los siguientes hábitos: valor, templanza, generosidad, magnanimidad, mansedumbre, alabar sólo en la justa medida, sinceridad en lo que a cada uno corresponde, bromear (sin excesos), pudor, justicia, prudencia y amistad.
Cuanto antes comience el esfuerzo, mejor será, pues “no tiene (…) poca importancia el adquirir desde jóvenes tales o cuales hábitos, sino muchísima, o mejor dicho, total”. Según Aristóteles, “como la mayor parte de los hombres viven a merced de sus pasiones, persiguen los placeres que les son propios y los medios que a ellos conducen, y huyen de los dolores contrarios; y de lo que es hermoso y verdaderamente agradable ni siquiera tienen noción, no habiéndolo probado nunca”. En esa brega, los legisladores deberían colaborar a crear las condiciones de posibilidad de la autorrealización de los ciudadanos, facilitándoles la adquisición de sanas costumbres. De ahí que las propuestas infames, tan de moda hoy, de mentes enfermas para manipular desde la más tierna infancia en ámbitos como el de la sexualidad sean dignas de la más firme repulsa. No se trata de una cuestión moral, sino de mera decencia, de la que algunos responsables políticos carecen.
Los hábitos disminuyen, e incluso llegan a desaparecer, por la reiteración de la acción opuesta. Cuando las causas contrarias a un determinado hábito se repiten, las costumbres se diluyen o se pierden. Si no se ejercita la moderación de las pasiones, sobrevienen otras al margen del bien. Esto sucede notoriamente con hábitos intelectuales, como el de domeñar la imaginación. De todo esto y de mucho más trato en el ya citado Liderar en un mundo imperfecto. En el fondo, un tratado de cómo ser personas que contribuyen al bien de otras personas y por tanto de las organizaciones.