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Javier Fernández-Pacheco,

Profesor de EAE Business School

A mediados de los años 80 del siglo pasado iniciaba en España su andadura “La Bola de Cristal”, un famoso programa televisivo que llenaba las tardes juveniles de los sábados de vatios, culombios y faradios al ritmo de Olvido Gara. Más conocida como Alaska. 
De manera casi simultanea, separados tan solo por unos meses, se aprobaba el Real Decreto-Ley 2/1985, sobre medidas de política económica. Se trata del conocido como decreto Boyer que llegó para, entre otras cosas, intentar dinamizar de alguna manera un mercado de vivienda en alquiler que, en España, era prácticamente inexistente. 

No era inexistente porque no hubiera viviendas alquiladas, pues en algo más de un 16% de los hogares españoles se vivía en régimen de alquiler, sino porque el número de nuevos contratos que se firmaba cada año era prácticamente testimonial.

Para hacernos una idea, en los once años que van de 1.970 a 1.981, se constituyeron casi dos millones de hogares nuevos en nuestro país, pasando de ocho millones y medio a diez millones y medio de hogares según datos del monográfico de Estadísticas Históricas de España de la Fundación BBVA. Pues bien, en el mismo periodo, el incremento en el número de alquileres fue de 76.000. ¡En toda España y en once años!

¿Y por qué se firmaban tan pocos contratos de alquiler? ¿Es que acaso no había en aquella época quien necesitara una vivienda de manera temporal para cubrir una plaza en otra provincia, ir a estudiar, o probar a vivir con unos amigos sin tener que comprar el piso? ¿O es que resultaba que alquilar un piso no era un buen negocio desde el punto de vista del propietario y por eso no ofertaban pisos para alquilar? Es decir, ¿Faltaba demanda o faltaba oferta? Pues más bien lo segundo. 

Hasta ese momento, el aguerrido propietario que se atreviese a poner una vivienda en alquiler, se encontraba con dos problemas que, por separado, harían retroceder aterrorizado al mismísimo Rambo, pero que juntas eran mortales de necesidad para el mercado. 

La primera era la renovación forzosa para el propietario de los contratos de alquiler. La segunda hacía referencia al aumento de los precios del alquiler y estipulaba que: “estima esta Ley que el Gobierno, por hallarse en contacto permanente e inmediato con la realidad social y económica, es el que está en mejores condiciones de determinar el tiempo, modo y condiciones en que pueda llegar a efectuarse la revalorización de las rentas”. Es decir, que el Gobierno decidiría cuanto y cuando subirían los alquileres. 

De esta manera, entrabas en un negocio en el que tus ingresos iban a ser determinados por un tercero, con independencia de lo que hicieran los costes (el IPC). Y además no podías salir de ese negocio porque la renovación de los contratos de alquiler era forzosa para los propietarios. ¿Quien no estaría encantado de entrar en un negocio así?

¿A quien acabó beneficiando aquella situación? Pues inicialmente benefició a los inquilinos que ya tenían un piso alquilado cuando se promulgó la ley. Un beneficio un tanto agridulce porque les permitió vivir a precios de derribo en unas viviendas que acabaron siendo en muchos casos como los precios, de derribo. Ello era así porque los propietarios ponían menos esmero en renovar y mejorar unos activos de los que obtenían un rendimiento más bien escaso. 

¿Y a quien acabó perjudicando? Pues a todos los demás. En primer lugar a los propietarios, que se encontraban atrapados en un negocio ruinoso, pero también a los nuevos candidatos a inquilinos que veían que no había en el mercado viviendas en alquiler para hacer frente a esas necesidades que ellos tenían. 

La contracción del mercado del alquiler, complicó sobremanera el acceso a la vivienda en régimen de alquiler a quienes buscaran una. No por el efecto de los precios, que acabaron siendo irrisorios, sino porque no había viviendas para alquilar. Es decir, la gente podía pagar los precios pero no había pisos. 

La ley de vivienda aprobada, guarda ciertas similitudes con la ley de 1.964, sobre todo por lo que respecta a la creación de un índice ad-hoc para la revalorización de las rentas y que ya sabemos que será inferior al IPC. Por eso, cuando alguien me pregunta sobre los posibles efectos de la misma, le respondo que no tengo la bola de cristal. Pero me preocupa que baste con el espejo retrovisor.