Enrique Sueiro es asesor de Comunicación y autor de Saber comunicar saber
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Pensar parece un privilegio, a tenor de sus escasos practicantes en ciertos ámbitos de Alta Dirección empresarial, política, social… Crecen los directivos que reconocen la necesidad de reflexión y, cuando hallan unas pocas horas para formarse a fondo, suelen concluir con tres acciones tan paradójicas como efectivas: frenar (por decisión y no por colisión), callar (cuando el ruido aumenta) y restar (todo lo mucho que sobra). Soy muy consciente de que, a priori, atraen más sus opuestos: acelerar, hablar y sumar o multiplicar.
Merece pausada lectura el enjundioso análisis y la detallada descripción de José Antonio Jáuregui en su libro Aprender a pensar con libertad. Por no extenderme, selecciono solo diez alertas que apunta sobre qué es pensar:
- Detectar pistas falsas y errores de bulto disfrazados de verdades incuestionables.
- Contemplar los hechos sociales y culturales que tantas sorpresas nos dan con un respeto total a la realidad y a la verdad.
- No aceptar como verdadera e intocable ninguna afirmación, aunque venga avalada por la “opinión pública” –que tal vez no sea pública ni opinión–, sin recurrir al análisis racional de los hechos.
- Tener en cuenta que no sabemos qué piensa y siente nadie, salvo uno mismo.
- Distinguir el acelerador del freno, así como saber acelerar y frenar oportunamente.
- Aprender a no disparar sin apuntar.
- Distinguir la regla de la excepción y descubrir su estrecha relación.
- Distinguir la calidad de una obra literaria de su éxito comercial.
- Percatarse de que la letra no entra con sangre, sino con amor. Para conquistar la inteligencia y la atención del estudiante –desde la infancia–, el pedagogo debe ganar primero su corazón.
- No confundir el adjetivo con el sustantivo, ni tomar por reales a seres virtuales.
La reflexión llegó más adelante, cuando ya era tarde
Mutatis mutandis, aprendamos del pasado trágico para no repetirlo. Brunhilde Pomsel, una de las colaboradoras más estrechas del ministro de Propaganda nazi, reconoce hoy que “la reflexión llegó más adelante, cuando ya era tarde”. Lo que precedió a ese “más adelante” fue la afiliación en su juventud al partido nacionalsocialista, su trabajo en la radio oficial del Reich y, desde 1942, su labor como taquígrafa y secretaria de Goebbels.
En su reflexión medio siglo después, “cuando ya era tarde”, confiesa su ingenuidad y que no fue consciente de que le robaban la libertad y la más mínima opción de dudar de su excelso cometido. Lamenta no haber conocido a alguien que le pudiera haber abierto los ojos a tiempo y que nunca se paró a pensar en el contenido de los discursos de su jefe.
Entre quienes sí fueron conscientes de la situación desde sus primeros compases y previeron lo previsible, sobresale Victor Klemperer. Este filólogo alemán judío pudo evitar la deportación y sobrevivir en Dresde durante el nazismo gracias a estar casado con Eva Schlemmer, una mujer aria. En 1947 publicó La lengua del Tercer Reich, donde desmenuza la práctica del lenguaje totalitario. De forma clandestina, fue escribiendo este libro para el que empezó a recopilar información desde 1933, año del democrático ascenso al poder de Hitler.
Klemperer considera el lenguaje como una de las descripciones más significativas de una época y del alma de un pueblo. En el nazismo observa no tanto la creación de nuevas palabras, como la alteración de su uso y su valor, así como la neutralización de conceptos como arrepentimiento, conciencia o moral.
Reformulación semántica y exageración léxica
El análisis del léxico y su reformulación semántica ofrecen múltiples ejemplos. Uno que llamó su atención fue la “ayuda invernal voluntaria”, denominación empleada para referirse, de hecho, a un impuesto. La voluntariedad se limitaba a poder pagar una cantidad superior a la fijada. Desde luego, “ayuda” suena mejor que “impuesto”. Al respecto, advierte la sospechosa tendencia de la jerga totalitaria a sentimentalizar.
En esa línea de desdibujar la verdad o directamente enterrarla, el uso del adjetivo “espontáneo” juega su papel, tanto a la hora de describir el apoyo popular a la causa nazi, como al calificar el rechazo social a los judíos. ¿Era espontáneo y natural o teledirigido y magnificado?
Algo parecido sucede con el adverbio “todavía” en declaraciones de Goebbels como la siguiente: “La cuestión judía ha de ser solucionada ahora en un marco general europeo. Hay en Europa todavía más de once millones de judíos”.
Se precisa un arduo ejercicio de observación profunda y lectura entre líneas para identificar la verdad en cada contexto, bélico entonces y turbulento hoy. Paradigma de la exageración son los adjetivos calificativos empleados para referirse a los discursos nazis, siempre “históricos”, aunque reiterasen hasta la saciedad las mismas ideas y análogas palabras. Ejemplo de desproporción magnificadora es el más que superlativo welthistorisch, “universalmente histórico” reservado para las alocuciones de Hitler.
No menos reveladora es la misma denominación de la temible SS (Schutzstaffel): “escuadra de protección”. Aunque la casuística podría ampliarse, quizá baste mencionar la conclusión del propio Klemperer, para quien “las palabras pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico”.
Muchas de estas técnicas de mentira, sutil o descarada, siguen hoy vigentes, como acusar al adversario de las tropelías que uno mismo comete. Así sucede con el violento que acusa al pacífico de provocar o incluso agredir, el corrupto que critica la supuesta falta de ética de su víctima o el presunto conciliador que se afana en sembrar discordia. Estas actitudes tienen su correlato en el uso del lenguaje, como la perversa comunicación goebbeliana practicó con malvada maestría. Aprovechando la filtración del plan del secretario del Tesoro (ministro de Hacienda) de EE.UU., Henry Morgenthau, de eliminar la industria armamentística alemana en cuanto derrotaran a los nazis, Goebbels ordenó que “se diera a conocer en toda su envergadura, al pueblo alemán, ese plan de exterminio”.
Afortunadamente, hoy el contexto y los actores son diferentes. Por desgracia, la escasez reflexiva y la perversión del lenguaje se parecen bastante. Si convertimos pensar en privilegio compartido, todo puede ir de bien en mejor.