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Ángel Barbero Paniagua

Director General de Secture y profesor del EAE Business School

Una vez más surge revuelo alrededor de la regulación de la Inteligencia Artificial y una vez más resuena porque Elon Musk ha hablado sobre ello, después de un encuentro entre varios líderes tecnológicos, entre los que además de él estaban Mark Zuckelberg (Meta), Sundar Pichai (Google) y Bill Gates (ahí es nada), con los reguladores estadounidenses.

El hecho de que estos mensajes nos resulten tan llamativos es que precisamente este grupo de personas que habla de la necesidad de regulación es también el que está impulsando la inteligencia artificial a través de sus empresas. Sus plataformas aglutinan a una gran parte de la sociedad mundial y resulta paradójico que parte de esa influencia se ha conseguido a través de tecnologías que han aprovechado las debilidades que ahora denuncian.

Lo que nos debe generar inquietud, en todo caso, es el silencio que encontramos en otros sectores que deberían estar trabajando en proteger y ayudar a la sociedad ante este desafío. Las administraciones públicas, con los gobiernos estatales a la cabeza, dan la sensación de estar llegando tarde o, directamente, no estar ocupados en ello. Aunque estas declaraciones llegan después de un encuentro con reguladores de EEUU, las iniciativas en ese país aún son dispersas (impulsadas por algunos senadores), en otros países aún estamos lejos de ver estas reunio

Que Elon Musk o Mark Zuckerberg levanten la voz, por muy incongruente que parezca, genera muchísimas más noticias que, por ejemplo, la nueva Ley de Servicios Digitales o DSA (sus siglas en inglés), impulsada por la Comisión Europea el año pasado. Mediante esta ley se busca aumentar la cobertura y protección a los usuarios de estos servicios, con especial atención a la infancia, pero también a las empresas europeas, así como una mayor regulación de la publicidad online y una mayor transparencia en cuanto a cómo funcionan internamente los servicios digitales. Pero de ella no hemos oído hablar apenas y este verano pasó sin pena ni gloria por los medios.

Los retos que plantea la Inteligencia Artificial exigen un consenso global en muchos aspectos, pero la diferente madurez de los gobiernos en ese aspecto y el hecho de que siempre haya temas ”más importantes” que gestionar hace que todavía nos falte un largo trecho para alcanzar el ritmo de cambio que la tecnología está imponiendo, sin precedentes hasta ahora. Ni siquiera la evolución de Internet es comparable al crecimiento que está viviendo la IA y los cambios que genera.

Todos tenemos claro ya que la IA supone una revolución sin precedentes por las posibilidades que genera a la hora de solucionar problemas complejos, automatizar tareas de bajo valor o mejorar la calidad de vida de las personas y la competitividad de las empresas. Pero cuando surgen voces como las de empresarios tecnológicos o diferentes colectivos que están más sensibilizados y que alertan de los riesgos y retos que pueden suponer su crecimiento, muchos se llevan las manos a la cabeza pero no se enfrentan a ello con un plan organizado.

No hay más que analizar los temas de los que hablan los políticos (no sólo los españoles) en su día a día. La tecnología en general y la IA en particular no están en esas conversaciones o, cuando aparecen, lo hacen desde el peligroso desconocimiento y los lugares comunes de quien no entiende lo que está pasando.

Pero los retos están ahí y sólo van a seguir creciendo de forma exponencial. No sólo los más inmediatos, que ya vivimos cada día cuando usamos Internet: la privacidad y los datos de personas y empresas, la igualdad en el acceso a las tecnologías que mejoran nuestra vida o el uso malvado de las mismas.

Con la IA surgen nuevos riesgos para los que debemos definir una posición común y entender que se convertirán también en herramientas de guerra socioeconómica. La IA puede, por ejemplo, ser utilizada para discriminar a las personas en función de su raza, género, religión o discapacidad, así como generar sesgos que pueden ser injustos o perjudiciales para ciertos grupos sociales. Pero también puede ser utilizada para controlar a las personas y manipular su comportamiento. Un ejemplo claro de ello es el uso que se ha dado a la IA para desarrollar sistemas de propaganda que influyen en la opinión pública o en procesos electorales. Si a esto le añadimos la posibilidad de usar los datos privados para rastrear a las personas y recopilar información sobre sus hábitos y comportamientos, tenemos ante nosotros la tormenta perfecta.

No debemos olvidar por último que no podemos hacer recaer nuestra protección como ciudadanos sólo a las administraciones públicas, pues el papel del individuo será clave en esta transformación. El llamamiento de los Musk y Zuckelberg debe servirnos para exigir a nuestros gobernantes un posicionamiento claro, pero también exigirnos a nosotros mismos una toma de conciencia de todo ello y madurar cómo debemos cambiar no sólo como personas sino también como empleados, directivos y empresarios.